EL CUERPO IMPROPIO
Mediaciones humanas y no/humanas en algunos textos de hoy

Cristina Rivera Garza


En el taller Cuerpos, Comunalidades y Textos, compartido durante el verano del 2014 en el Centro de las Artes de San Agustín Etla, nos propusimos escribir apegados al cuerpo: en él, a través suyo, en su alrededor más verídico. Aún más, nos propusimos escribir el cuerpo sin olvidar, justo como César Calvo en Las tres mitades de Ino Moxo y Juliana Spahr en Well Then There Now, que el cuerpo no va solo a ningún lado. Relacionales y complejos, en un nosotros siempre variable, los cuerpos que nos constituyen y a los cuales configuramos con nuestro hacer y nuestro decir también le ofrecen retos a la escritura, transformándola a su paso. Imposible escribir con los cuerpos sin poner en jaque la distancia consabida de la ficción. Imposible escribir con los cuerpos dentro de las oraciones intercambiables que los entumecen o los contraen. Imposible, pues, escribir con el cuerpo apropiadamente: como materia propia, es decir, meramente individual, o de modo adecuado, es decir, en estado de domesticación. Por eso esta serie de ejercicios de escritura—¿y que escritura no es, realmente, un ejercicio de escritura?— es, también, una manera de enunciar el cuerpo que nos es dado desde la ajenidad del otro, ya sea desde sus ojos o desde sus máquinas, desde sus manos, en resumen: desde su afuera. Y es, sin duda, acaso por necesidad, una enunciación hecha impropiamente, es decir, arriesgadamente, inconvenientemente, extrañamente.

Estamos frente a textos, en efecto, pero no necesariamente frente a textos urdidos bajo el ojo rector de las semióticas del intercambio y la equivalencia que tanto convienen a la circulación del capital. Estamos frente a textos que se desbalagan en su urdimbre, que despedazan o recrudecen el lenguaje mientras éste se mueve con la ligereza de este músculo, el peso de aquél cartílago, en la más absoluta de las calles, o en este pasadizo de la memoria o la imaginación. Estamos frente a textos que han aceptado, y esto de manera radical, que la escritura se hace en la mediación a través de la cual el cuerpo impropio, vuelto nuestro, resulta finalmente tangible, visible, vivible.

Por eso el vuelo del pájaro que observa el desplazamiento de Andrea Caraballo (Uruguay, 1976) a través de una ciudad que responde al nombre de Oaxaca de Juárez es, sobre todo, un “Aleteo”: ese paso a paso, ala a ala, a través del cual un cuerpo toma aliento dentro del espacio urbano que le da forma. De la intimidad del café a la comunalidad del mate original, Caraballo yuxtapone los sonidos literales del ave con un mapa citadino, su colección de lenguaje encontrado con los trazos que colocan a la ciudad dentro del cuerpo para quedarse ahí. Alrededor de la habitación como una cenefa o como el medio ambiente mismo, la ciudad del pájaro que aletea nos envuelve y, en efecto, nos deja adentro. Por eso, también, “Punto y aparte”, la línea que en realidad es un hilo, acaso incluso el verdadero hilo del destino, no sólo recrea el recorrido de los pies de Josué Salvador Vásquez Arellanes (Oaxaca, 1986), sino, sobre todo, el lugar donde los signos de puntuación del texto indican el momento álgido o tibio de su propia respiración. Inhalar-exhalar es el nombre del juego. Por eso, para que Daniel Nush (Oaxaca, 1991) pueda relatar en su más mínima precisión la incomodidad de un viaje por carretera es necesario recurrir al registro vivo de la oralidad y al lenguaje especializado de la anatomía para elaborar esa serie de fotografías que, en lugar de imágenes, nos ofrecen oraciones, frases, palabras, puntos. En efecto, en su “Historia de mi dolor de dedos” hasta el momento de silencio no intencional de la máquina se vuelve palabra velada, hoyo infinitamente negro.

Por eso en “Recuperación de archivos de la memoria IMCR SD/MMC SCSI finalizada con éxito”, Andrés Santiago Jiménez (Madrid, 1989) hace que el lenguaje pase por la mediación maquínica de la imagen y el sonido, que es el lugar que los contemporáneos le hemos confiado a la memoria, para producir un trayecto más largo con base en el trayecto de su cuerpo a través de fronteras geopolíticas y fronteras culturales y, finalmente, fronteras de género, literarias y no. Que el dedo pulgar tenga que sostener y soltar las hojas para producir el movimiento de esa memoria sólo nos mantiene alerta ante el hecho crucial: la memoria es también un hacer del nosotros o, mejor dicho, un nosotros en el momento justo de nuestro hacer. Y algo similar habremos de hacer para explorar las marcas que la así llamada alta cultura y la cultura popular se han dejado en sus propias materialidades. Para experimentar en carne propia el recorrido que Rafael Valencia (Málaga, 1988) emprende en taxi desde la orilla de la ciudad al sitio que denomina temporalmente como su hogar, hemos de abrir las páginas de un libro muy prestigioso y muy antiguo—a Madame Bovary, nada más y nada menos—sólo para descubrir en su interior ese otro lenguaje que, con suerte, no sólo será una sorpresa sino también un modo de sorprenderse ante la transparencia de una de las muchas jerarquías que nos conciernen y nos flagelan. Del sonido que reproduce un auricular a la letra que, íntegra, se gesta y se reproduce dentro de otra letra, el recorrido puede suceder, en efecto, en cualquier sitio de la tierra. “It could happen anywhere”, ciertamente, y que suceda en inglés en un contexto compartido de modo desigual por el español y el zapoteco y el mixteco y el mixe, entre otras tantas lenguas, sólo atestigua lo que han dicho tantos otros, pero que Maurizio Lazzarato dice así respecto al surgimiento de una lengua nacional: ““el establecimiento de un lenguaje y de un sistema dominante de significación es siempre una operación política antes de ser una operación lingüística o semántica” (Signs and Machines, 68).

Tanto Dulce Hemilse Hernández Matías (Oaxaca, 1989) como Rafael Alfonso (Oaxaca, 1973) saben que recorrer la ciudad es, también, recorrer sus adentros. No es casual que ambos hayan elegido el mercado y el supermercado respectivamente para colocar a sus cuerpos en el centro mismo del intercambio cotidiano del que depende nuestro sustento. Mientras que Alonso transforma a su propio cuerpo en la máquina de percepción que registra los movimientos y los sonidos de otros en los pasillos lustrosos del supermercado moderno, Hernández Matías opta por seguir, y al seguir inventar, el punto de vista de un perro callejero en su paso por el laberinto de un mercado público. El silencio y el bullicio, la claridad del piso y el accidente que quiebra el hueso, los precios, las gradaciones de luz: todos indicadores de las marcas de clase y de etnicidad que constituyen nuestros mapas de todos los días. La precariedad y el hiperconsumo encarnados en la subjetividad encontrada del humano y del no-humano a través de la misma ciudad.

Pero el cuerpo no siempre avanza gozoso o autónomo por el entorno urbano. No siempre estamos, como lo querían los Situacionistas del siglo XX, en una deriva que bien puede ser una liberación. A veces, uno se pierde sin dirección, en efecto, pero empieza a temblar de espanto. A veces, uno se desorienta y cae paralizado ante la inminencia del horror. El cuerpo también cae, eso quiero decir. Roto a la mitad o destrozado en múltiples partes, el cuerpo también es atravesado por la enfermedad o la violencia. Estamos en el hoy. Estamos en el aquí. El cuerpo es atravesado por las palabras que son también, a veces, armas punzantes y máquinas de destrucción. Y que pueden constituir, en otras veces, una curaduría en el sentido más amplio de la palabra: una elección y una manera de sanar. Y esto es lo que nos recuerdan Eduardo Gijón (Oaxaca, 1986), Iris Marcela López Díaz (Oaxaca, 1981) y Mariel González Torres (México, 1988). Enmarcado en un collage que yuxtapone secciones internas del cuerpo, “El derrape de córnea” de Gijón comparte un recorrido en el que confluyen tanto el lenguaje de la materia como los ritmos de eso que no hay que temer en denominar como el espíritu. En horizontal, como le corresponde al cuerpo cuando descansa o cesa, sobre la mesa de la ingesta o del quehacer cotidiano, este cuerpo incita a la auscultación o el diagnóstico. López Díaz, por su parte, quiere que la palabra palpite con la misma intensidad que la presión de la sangre. Si en tantas fotografías tamaño infantil se confina ese dar la cara que constituye uno de los enigmas de nuestra identidad, ahí mismo, en ese mismo formato, López Díaz encierra los signos de la “Presión Marterial” que, sin duda, nos distinguen tanto como las huellas dactilares o el tono de la voz. En la salud y en la enfermedad, en efecto, ahí también somos con los otros y entre nosotros. No hay escapatoria. González Torres, por su parte, no nos deja olvidar que toda deriva carga en la bastilla el polvo inmundo del terror. Cuando la foránea se baja del autobús y empieza a recorrer el sitio que desconoce, la curiosidad puede ser del mismo tamaño que la ansiedad. ¿Terminaré aquí? ¿Cesaré ahora mismo? Estamos en el aquí, sí. Vamos junto a su cuerpo que se detiene en esta esquina, en aquella vereda, frente a estas personas. Aquí están las cifras—equidistantes, discretas, oficialmente anónimas—que tenemos que ver frente a frente, sostenidos apenas por los hilos de la realidad en el medio mismo del aire, si queremos avanzar por la habitación donde han quedado las señas de los cuerpos que, como Lázaros de hoy, se levantan y andan.

Estamos en el ahora.


Cristina Rivera Garza
Taller de Cuerpos, Comunalidades y Textos
UCSD/Centro de las Artes San Agustín






No hay comentarios:

Publicar un comentario